Tecnopolíticas del deseo: cuerpo, tecnología y poder

05.03.2025

Por Jessica Moreira

Hola a todos. Bienvenidos a la era del deseo empaquetado, ready-to-go, plug-in, on-demand y swipe-up. Un deseo listo para consumir, ¡gracias, tecnología! Ya no hace falta otro cuerpo para excitarse, solo la idea de ser visto. Un showcase del placer con filtros que suavizan todo: la piel, el sudor, los gemidos, los movimientos. Un loop infinito de miradas donde lo importante no es sentir, sino exhibir. Excitarnos porque excitamos. Hasta que el sexo se vuelve performance, una máscara.

Tal vez, si conocen a Candela Capitán, saben de lo que hablo. Para quienes no: coreografías de cuerpos autómatas, pieles que se pliegan y se ofrecen, movimientos mecánicos donde el deseo es solo sintaxis. Ahora, ¿deseo de qué o de quién? Si todo está guionado, perfeccionado y curado para el consumo, ¿realmente queda algo fuera del algoritmo panóptico?

El posporno abrió un espacio de transgresión, convirtiendo el placer en discurso y acción política, reapropiándose del cuerpo no solo como objeto de deseo, sino como territorio de resistencia. Pero el capitalismo no duerme, y la narrativa del empoderamiento sexual y queer no tardó en ser absorbida por su lógica, cooptada por las industrias con códigos más digeribles y packaging renovado. Lo que antes era una provocación hoy se ha convertido en un nicho de marketing.

Todo se monetiza, el morbo se etiqueta y se vende en paquetes de OnlyFans o cafecitos, con clips de cinco minutos, suscripciones mensuales o modelos freemium. El deseo es un producto más para agregar al carrito, y como en cualquier industria, hay quienes logran exitosamente capitalizarlo a su favor. Al final, es solo una opción más dentro del mercado, en un mundo donde todo, del entretenimiento al afecto, circula bajo esas mismas reglas.

Y así como el capitalismo lo toma, lo aplana y lo transforma en un catálogo de opciones prediseñadas, como el dildo, la sexcam o el chatbot erótico, convirtiendo los fetiches del sexo en productos corporativos. Se alimenta de su propia dialéctica, lo moldea, lo optimiza y lo formatea para su explotación comercial. Nada nuevo.

El placer, ¿por suerte?, ya casi no nos pertenece como humanos. Deja de ser solo antropocentrista para volverse un tanto tecnocentrista, una prótesis sintética, plástica, siliconeada o virtual de lo que antes fue piel, carne. Y si la tecnología nos liberó de los límites biológicos, ¿qué pasa con el control que creemos tener? El cuerpo siempre fue político, pero el deseo también lo es, ahora tecnopolíticamente. Hola, Helen Hester.

Más que una sensación física, el deseo ahora es parte de una experiencia mediatizada. Firestone, como un capítulo de Los Simpsons, ya adelantaba que el sexo está programado para la eficiencia. Pasamos de una funcionalidad reproductiva a una funcionalidad erótica. La tecnología no solo redefine cómo experimentamos el placer, sino también qué esperamos de él: nos acostumbra a ritmos precisos, respuestas inmediatas y estímulos predecibles, hasta que, al enfrentarnos al cuerpo "real", todo parece torpe, errático, fuera de tiempo. Y en ese desajuste, ¿qué hacemos? ¿Reaprendemos la cadencia de lo humano o lo descartamos como un glitch? ¿Acaso, cuanto más eficiente se vuelve el placer, más vacío se siente? ¿Y es el dildo el último vestigio del falo o la prueba de su obsolescencia?

En PornHub, Chaturbate, OnlyFans, en el sexting, en el ASMR erótico, el deseo se repite hasta el desgaste. Si, según McKenzie Wark, en la economía digital los deseos son moneda de cambio, en el caso de la erótica entonces ya no se trata de "qué me excita", sino "qué imagen de mí excita a los demás". No cogemos, actuamos. No sentimos, performeamos. No conectamos, disociamos. Y cuando todo es representación, cuando cada orgasmo está diseñado para la cámara, ¿qué queda del placer "real"? Tal vez nada. Tal vez el placer ya no es únicamente lo que sentimos, sino lo que mostramos.

Sin embargo, en medio de todo esto, hay algo de autocomplacencia en creerse que estamos tomando el control de la máquina, como si estuviéramos decidiendo, cuando en realidad, seguimos inevitablemente siendo parte de una cadena de autoexplotación que, al final, terminará siempre manejada por el mercado.

No sé si la pregunta es qué queda del placer "real", sino si alguna vez existió. ¿No fue siempre una construcción social, una coreografía aprendida, un reflejo condicionado? La tecnología solo llevó la lógica al extremo y el algoritmo nos dice qué debería excitarnos o cómo deberíamos excitar al otro, con trends, tutoriales y how-tos. En definitiva, ¿hay algo en esta era de simulación que no sea una versión actualizada de lo que una vez fue o ha sido constantemente?

La revolución sexual prometió libertad, pero el progreso nos volvió esclavos de nuevas formas de deseo programado, repitiendo el mismo espiral masturbatorio de siempre. Todo se ha vuelto un circuito cerrado donde creemos elegir, aunque en verdad, no hacemos más que seguir órdenes invisibles.

Tal vez solo nos queda ponernos en modo hacker, como Laboria Cuboniks, y empezar a hackear el placer, desprogramar el deseo, ir más allá de los cuerpos. O tal vez sea demasiado aceleracionista de mi parte creerlo posible. Lo que sí está claro es que la paradoja es brutal: buscamos un placer sin restricciones y terminamos cayendo en su versión refurbished.

Y si el placer posthumanista fuera solo un dato, un vínculo neural programado, una corriente de información sin margen de error, ¿aún podríamos hablar de deseo? Y, ¿acaso existe a esta altura? ¿Acaso alguna vez existió? Si el placer del futuro no es humano, tal vez tampoco sea placer. Tal vez sea peor, o mejor… más eficiente, más personalizado, más "puro". Un placer individual, sin cuerpo, sin roce, sin interrupciones. Un orgasmo al click, instantáneo. Lo quiero, lo pago, lo tengo. Sin esperas, sin desvíos, free shipping. ¿Algo para celebrar o preocuparnos? Quizás la pregunta ya ni importe. Quizás nunca importó. O quizás siempre estuvo ahí, solo que evitamos verlo de otra manera. Qué sé yo.

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